Hay quien vive encerrado en la cárcel de su localismo mental (
¡No
se entiende!, clamó al escuchar cómo el músico se expresaba
en euskera) y hay quien hace de lo local un lenguaje universal.
Por fortuna, el
preso
ocupaba lugar entre el público, no en el escenario. Sobre las
tablas del Teatro Gayarre se hacía música hacia y para el mundo,
no para reafirmar la genitalidad de nadie.
Josetxo Goia-Aribe es el punto diferencial de la música creativa
hecha en Navarra. Si nos ceñimos al ámbito del jazz, es sin duda
el más personal de todos, aquél de quien se podría decir que es
marca registrada: no hay otro igual. La diferencia es, en sí
misma, una de sus grandes virtudes, aunque ésta conlleva a su
vez la penalidad de tener que estar explicándose permanentemente
y el castigo de un recelo francamente inmerecido. Goia-Aribe no
ha inventado la pólvora pero es único. Habita un universo
estético que hila todos sus trabajos y, sin embargo, ninguno es
igual al anterior. Sabe reinventarse y lo hace con plena
conciencia de sus virtudes. Su punto fuerte está en la creación:
en la composición y arreglos, en la conjunción y estética de su
música. La improvisación, la disposición a abrirse a la locura y
a las musas del escenario, es quizá su asignatura pendiente.
Como no es habitual que el Teatro Gayarre acoja propuestas que
se salgan de la madre ortodoxia (en realidad, ninguno de los
grandes escenarios pamploneses), la actuación del proyecto
En Jota era un
estimulante asterisco en la programación local. Un escenario
perfecto para escuchar con silencio y concentración una música
que lo requiere. Sobre todo porque el cuarteto ha logrado limar
las aristas más punzantes de un género testicular en esencia
como es la jota, cuyo potente vibrato (manos en jarra) deviene
en muchas ocasiones en una inclemente lucha por hacerse oír. No
es el caso aquí porque Josetxo Goia-Aribe las acaricia y las
llega a convertir en
jotas callandico, aquellas que se susurran y que Arantxa Díez
interpretó sentada.
Bromeaba el saxofonista con el sempiterno debate de las
etiquetas: demasiado folk para los jazzistas, demasiado jazz
para los folclóricos. En realidad lo suyo es folk desde la
perspectiva de la modernización y actualización de un género
folclórico; y es jazz porque el espíritu que pone en marcha la
“transgresión” hunde sus raíces en él, aunque en el caso de
Josetxo o del contrabajista, Baldo Martínez, el jazz de su
inspiración tenga más que ver con los fundamentos europeos que
USAmericanos de este impulso creativo. Hasta aquí las etiquetas.
El cuarteto ofreció la integral jotera: las doce del disco, las
dos primigenias de
Herrimiña y, como complemento y descanso para la voz de Arantxa, el
Vals y la Jota de
Los
pendientes de la reina. Puede que un exceso, sin duda
generoso. Al fin y al cabo los fundamentos melódicos de la jota
son muy semejantes y, por mucho requiebro que con ellas se haga,
terminan por ser muy parecidos entre sí. Eso sí, la respuesta
del público, entusiasta. Sin duda merecido el aplauso, porque
hay mucho trabajo y cariño puesto en una música cuya poética no
parece nada evidente si se acude al original. Es algo a lo que
la música de Goia-Aribe nos tiene acostumbrados: la delicadeza
con la que trata los materiales.
En el debe del directo (y es un debe ciertamente opinable), la
ausencia de espacios abiertos a la experimentación. Al
experimento que ya es de por sí
En Jota le falta la excitación inherente a los terrenos de la
improvisación y lo azaroso. Máxime cuando se cuenta con un
sideman de lujo como el gallego Baldo Martínez, experto en estas
lides de fagocitar el folclore. Resulta un tanto frustrante
verlo ahí limitado en sus virtudes, aunque su sonido se hace
necesario en el conjunto (en el que el pianista, Javier
Olabarrieta, ejerce de efectiva articulación). Goia-Aribe opta
por una concepción más cerrada y estructurada y donde más que de
improvisaciones deberíamos hablar de variaciones.
Es una opción – respetable, por supuesto – pero tengo
para mí que la música de
En Jota necesitaría dar un golpe sobre el tablado para que
estalle en los oídos del espectador y complemente la belleza
formal con la belleza de lo imprevisible. Cierto es que donde
menos afortunada estuvo la velada fue en la instrumental
Jota de los pendientes de
la reina, cuyo paseo por los terrenos de la improvisación
más tentativa quedó en eso. Quizá haya un excesivo celo por
tenerlo todo atado y bien atado.
Sería muy interesante ver a Arantxa evolucionar hacia un terreno
en el que además de prestar su voz jotera a un contexto nada
jotero pudiera quebrar sus fundamentos para lograr su propia
revolución. Pero más allá de mis propios deseos está la realidad
de una mujer valiosa y valiente (por prestarse a estos juegos
del saxofonista en “territorio sensible” – Josetxo, dixit) que
mostró tablas y una voz que se amolda a la sutileza y exigencia
del estilo Goia-Aribe (su voz se expone muchas veces en
solitario, con el riesgo – en ocasiones, tangible - para la
afinación que ello conlleva una vez entra el grupo). A su chorro
vocal le sobró el apoyo técnico de una reverberación que, por
momentos,
metalizó en
exceso su timbre. La música necesita muchos valientes como ella
para crecer y no apolillarse. ¡Bravo por ello!
Fue una pena que la asistencia al Gayarre demostrara
una vez más que Pamplona y Navarra son territorios alérgicos a
la diferencia. No por casualidad es una región tradicionalista y
conservadora donde cualquier agitación de las convenciones se
topa con la sospecha y la prevención. Pero quedémonos con lo
positivo: con haber podido escuchar
En Jota en un espacio digno y con el entusiasmo de los asistentes.
Incluso de quien – y me consta muy de cerca – se vio expuesto
por invitación y disfrutó contra todo pronóstico y bagaje. Habrá
que seguir insistiendo.